uno aporta lo que sabe. El ministro tiene razón cuando propone un pacto
de Estado. Rectores y antiguos rectores, amigos muy queridos, afirman
cosas sensatas desde esta Tercera de ABC en forma de decálogos y
reflexiones. El poeta diría que es hora de manifiestos, escritos,
comentarios, discursos… Mi perspectiva, querido lector, es diferente.
Nos situamos in medias res, a pie de aula, entre profesores y alumnos
mezclados en confusa algarabía. Hablo de la universidad que conozco.
Sobre otros niveles educativos no tengo certezas sino sospechas y acaso
prejuicios. Entramos juntos en clase, cada día menos magistral, y no
sólo por exigencias del guión sino por falta de materia prima.
A
la salida, un sinfín de tutorías, seminarios y talleres. Guías docentes
y campus virtuales. Troncales, optativas y otras muchas asignaturas a
extinguir. Grados y másteres, éstos de plural incierto. Ofertas
proactivas y demandas interactivas. Erasmus y asimilados. Créditos de
valor cambiante, siempre insuficientes para cubrir la carga docente.
Manuales en desuso frente a wikipedias y encartas a tope. Artículos en
revistas con abstract en inglés. Literatura estéril para rellenar todas
las casillas del proyecto de investigación, varios mejor que uno:
métodos, competencias, contenidos, objetivos…
Triunfa por los
pasillos el verbo de moda: anecar. Se usa en forma reflexiva y admite
variantes autonómicas para ganar la codiciada plaza local. Traduzco
para profanos: significa obtener una respuesta positiva de la Agencia
Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación, (ANECA), con el
designio de salvar obstáculos en el escalafón. «Tengo que anecarme,
ya», explica angustiado un joven profesor. «¿Te acuerdas de M., mi
compañera de despacho? Leyó la tesis después que yo, y ya está
anecada…» Enhorabuena, por cierto, a la feliz doctora de nuestro
ejemplo. Veteranos resignados y noveles indecisos practican de cara a
Bolonia su propio análisis de costes y beneficios o, si me permiten
citar a Jeremy Bentham, acuden al felicific calculus. Costes, unos
cuantos. Beneficios, más bien pocos, a juzgar por los sueldos… Pero
«repetir es subsistir», decía el personaje de Rosa Chacel, y la
conclusión es universal: guardar las formas y seguir como siempre. Como
la vida no es geometría, hay también un sector de optimistas
incorregibles y otro de dogmáticos irreductibles a favor o en contra
del malvado capitalismo que pretende usurpar nuestras aulas
inmaculadas. Pero les prometo, sin apoyo estadístico, que una inmensa
mayoría de los profesores españoles opta por la solución más sencilla:
esperar y ver, dejar que pase la primera ola y -por si acaso viene el
inspector- transformar los viejos apuntes en material susceptible de
señalar con power point. Ruego que me perdonen este giro nostálgico: es
una lástima reducir a la nada los matices inigualables de Platón, de la
Divina Comedia, de nuestra Regenta y hasta de las sentencias del juez
Marshall por culpa de la tiranía de una síntesis que desconoce las
tesis y las antítesis.
Volvamos al aula, más bien austera y de
aspecto descuidado en casi todas las universidades públicas. Los
alumnos son los de siempre, adaptados al tono liviano que impone la
condición posmoderna. Nadie les ha explicado que la cortesía es el
primer requisito de la democracia y algunos necesitan lecciones básicas
de urbanidad. Pero son buena gente, con pocas excepciones: reconocen
los mensajes limpios y tienen cierta disposición hacia la sana crítica
frente a los tópicos al uso. Cándidos unas veces, sutiles otras,
reproducen las leyes estadísticas del reparto de los talentos, aunque
no conozcan ni les importe la parábola evangélica. A veces dejan perlas
exquisitas, dignas de figurar en una antología de la ingenuidad sin
complejos. Les cuento una de cosecha propia y otras a cargo de colegas
docentes. Preguntado por la teoría de Marx, el alumno contesta que
-según este autor- la religión es el ¡Opus! del pueblo. Al hablar de la
Gran Guerra europea, aclara el estudiante sin malicia que su origen
está en el asesinato del archiduque Francisco ¡Fernández! Última
referencia. Es fácil imaginar que el profesor de Ideas Políticas suele
preguntar sobre Maquiavelo. ¿Saben cuál fue su obra principal? Pues
claro: ¡El Principito!… Fin de la sonrisa, incluso del paréntesis.
Es
absurdo elevar anécdotas a categorías, pero es obligatorio ser
realistas. He aquí una parte del material humano al queremos aplicar un
modelo de clases participativas y deliberativas, cuyo diseño recuerda a
una asamblea de sabios ilustres. Por tanto, lo mejor es empezar por el
principio. Enseñar a leer y escribir dignamente desde la escuela
primaria. También a manejar -sin calculadora- las reglas elementales de
las matemáticas y los principios del método científico. Por supuesto,
el alumno debe llegar a la universidad con criterios claros sobre el
orden cronológico entre la Edad Media y el Renacimiento, y les aseguro
que no hablo por hablar. Podemos mirar hacia otro lado y jugar el juego
que mandan las convenciones sociales, pero entonces las cosas irán a
peor. Me consta que los esfuerzos ministeriales, rectorales y
decanales, por no citar a otras jerarquías, están orientados hacia la
búsqueda del bien común. Ellos también saben qué pasa en las aulas…
Profesores vocacionales descubren -demasiado pronto- la prioridad de
las habilidades burocráticas sobre el rigor científico ganado en largas
horas de lucha contra las limitaciones intelectuales del individuo y de
la especie. Alumnos itinerantes descubren -demasiado tarde- la
inutilidad de unas enseñanzas fragmentarias y de unas pruebas superadas
a base de urgencias y persistencias. ¿Excepciones? Muchas, y muy
notables. Igual que la primavera, decía Heine, vaga el genio de país en
país. En España hay mucho talento, casi siempre disperso y mal
organizado. Cuando sale bueno, el profesor o el alumno español está a
la altura de los mejores. Cuando sale malo, el sistema se pliega a sus
conveniencias y encuentra la manera de otorgarle un título sin valor en
el mercado laboral y sin contenido en el universo intangible del
respeto hacia uno mismo.
Hemos construido un sistema universitario
caro, ineficaz y ostentoso, mal considerado por los índices
internacionales de mayor prestigio. Tenemos que hacer algo para extraer
un rendimiento razonable del material humano disponible. Es más
importante que urgente, y tal vez por ello carece de interés inmediato
para los políticos. La universidad española no alcanza la altura de
otros sectores productivos -o incluso improductivos- de una gran nación
histórica. Todos somos culpables, incluso desde la dedicación parcial o
la responsabilidad limitada a un ámbito concreto. Tuvimos grandes
maestros, y sólo quedan unos pocos, aburridos o jubilados. No los
podemos improvisar, pero vendrán buenas cosechas si sube el nivel
medio. Existen profesionales competentes, pero a corto plazo pueden ser
náufragos perdidos en un mundo de mediocres. ¿Pesimista? Por supuesto
que no, si tenemos voluntad firme y sentido común. Recordemos nuestro
himno: gaudeamus igitur / iuvenes dum sumus…"
Espero que la mediocridad cambie. Tanto a nivel de alumnos, como a nivel de profesores, como a nivel de sistema educativo en general.